Nuestra carreta trata sobre una mujer que vivía en un pequeño pueblo en el valle de Campoo hace muchos años. Era una viuda que, tras la muerte de su esposo, se tuvo que hacer cargo sola de la crianza de sus hijos.
Aunque la vida en esa época no era nada fácil, la mujer no se dio por vencida. Encontró en el hilado de lana la manera de sacar adelante a su familia.
La mujer había aprendido a hilar desde niña, siguiendo la tradición de su madre y abuela. Cada mañana, bajaba al río con grandes fardos de lana de oveja, la lavaba cuidadosamente, asegurándose de quitar todo rastro de suciedad, la llevaba de vuelta a su casa para cardarla. Con cardas de madera, peinaba la lana hasta dejarla lista para ser hilada.
Pasaba horas sentada frente a su rueca, observando cómo el huso giraba entre sus dedos con mucha precisión. Poco a poco, los gruesos mechones de lana se transformaban en ovillos suaves y resistentes.
Este trabajo no solo requería habilidad manual, sino también concentración. Un pequeño descuido, podía arruinar el hilo y hacerla empezar de nuevo.
A pesar de que sus manos estaban agrietadas y gastadas por el duro trabajo, la mujer nunca se detenía. El bienestar de sus hijos dependía de ello, y sus productos eran muy apreciados en toda la zona, no solo por su calidad, sino por el desempeño que la mujer ponía.
Gracias al sacrificio de su madre, sus hijos aprendieron desde niños el valor del trabajo duro. Cuando la mujer miraba sus manos desgastadas, no veía solo las marcas de los años, sino también una vida entera dedicada a tejer el futuro de sus hijos. Y cuando ellos crecieron, trabajaron duro realizando labores tradicionales de la época, cuidando de su madre en su vejez, siempre agradecidos por su amor y sacrificio.